El pasado 10 de agosto de 2025, dos personas no indígenas invadieron una finca de aproximadamente 10 hectáreas, ubicada en San Andrés de Térraba y perteneciente al defensor indígena Brörán Pablo Sibar Sibar. Esta finca, destinada desde hace más de 13 años a la conservación ambiental y la gestión comunitaria del agua, fue usurpada bajo el argumento de contar con el respaldo de la Asociación de Desarrollo Integral Indígena de Térraba (ADI de Térraba).
Aunque Sibar posee legítimamente la tierra desde hace más de una década, la Fuerza Pública se negó a desalojar a los invasores, amparándose en una certificación emitida el 7 de agosto por la ADI de Térraba a favor de personas que no forman parte del pueblo Brörán. Dicho documento ha sido denunciado como fraudulento.
En palabras de Sibar: “Hace más de 13 años adquirí esta tierra y la ADI tenía total conocimiento de esto. Lo único que pedimos, exigimos y merecemos es que se haga justicia y que me dejen en paz, que como adulto mayor pueda vivir bien con mi familia. No voy a permitir que se violenten más mis derechos; llevo más de 40 años defendiendo a mi pueblo y no nos vamos a rendir.”
El 13 de agosto se presentó ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) una petición urgente para reforzar las medidas cautelares que ya habían sido otorgadas en 2015 a Pablo Sibar (MC 321/12). Esta acción responde a un nuevo episodio de despojo territorial perpetrado con la participación activa de la ADI de Térraba y la tolerancia de la Fuerza Pública, lo que coloca al defensor indígena en riesgo extremo e inminente contra su vida e integridad física.
Este ataque no es un hecho aislado. Se suma a un patrón de hostigamientos, amenazas y agresiones que Pablo Sibar ha enfrentado durante años: intentos de homicidio, ataques físicos, incendios en su propiedad y campañas de difamación. En 2021, recibió amenazas de muerte similares a las que antecedieron los asesinatos de Sergio Rojas Ortiz y Jerhy Rivera Rivera, líderes indígenas también beneficiarios de medidas cautelares.
Las ADI: una figura impuesta y cuestionada
Para entender este conflicto es necesario revisar el papel de las Asociaciones de Desarrollo Integral (ADI). Estas fueron creadas en la década de 1970 como una figura estatal para administrar territorios indígenas, gestionar proyectos de desarrollo y manejar programas sociales. Aunque el Estado las presenta como instancias legítimas, en realidad se trata de una forma de organización impuesta, ajena a las tradiciones y cosmovisiones de los pueblos originarios.
Los datos oficiales muestran su profunda deslegitimación: de las más de 104 mil personas indígenas censadas en el país, solo unas 10.600 están afiliadas a una ADI, es decir, apenas el 10,4% del total. Esto significa que cerca del 90% de la población indígena no participa en ellas.
En la práctica, las ADI han obstaculizado procesos de recuperación de tierras, han favorecido la presencia de no indígenas y han servido a intereses de terratenientes y proyectos extractivistas. En muchos casos han administrado de manera opaca fondos de programas públicos, han avalado compras irregulares de tierras y han excluido a indígenas críticos de sus estructuras de afiliación.
La ADI de Térraba y el caso de Pablo Sibar
La ADI de Térraba representa un ejemplo claro de estos problemas. Desde hace más de 26 años se encuentra controlada por una misma familia que ha mantenido vínculos con terratenientes no indígenas de la zona. Esta familia ha impulsado proyectos extractivistas desde los años ochenta, ha bloqueado iniciativas comunitarias y ha estado detrás de procesos arbitrarios de exclusión y criminalización contra defensores indígenas.
La recuperación de la finca San Andrés, liderada por el pueblo Brörán desde 2015, fue uno de los episodios más tensos en los que la ADI se negó a reconocer el derecho legítimo de las familias indígenas sobre su tierra, llegando incluso a calificarlas de “invasoras”.
El caso actual de Pablo Sibar desnuda de nuevo el modus operandi de esta estructura. La ADI entregó alrededor de 7 hectáreas de tierra a una persona no indígena, lo cual es ilegal. Según versiones recogidas en el territorio, esta transacción habría implicado una suma irrisoria de dinero, mientras que el Estado paga a no indígenas de “buena fe” precios cercanos a los 8 millones de colones por hectárea. El negocio resulta redondo para quienes buscan lucrar a costa del despojo: entregar tierras a bajo precio a personas no indígenas y luego presionar al Estado para que las compre en sumas millonarias.
Este patrón no es nuevo. Casos similares han sido denunciados en otras fincas como Volcancito y la misma San Andrés. Mientras tanto, defensores indígenas como Sergio Rojas fueron encarcelados por supuestos delitos mucho menos graves, en procesos judiciales plagados de irregularidades.
Frente a la amenaza actual, la comunidad Brörán ha respondido con organización. Se instaló un campamento permanente en defensa de la finca, se han realizado siembras colectivas y se han fortalecido las redes de apoyo. Lejos de debilitar a la comunidad, el intento de despojo parece haber fortalecido su tejido social y visibilizado aún más las prácticas de corrupción y violencia asociadas a la ADI.
Gobernanza autónoma y estructuras propias
Ante la ilegitimidad de las ADI, el pueblo Brörán ha impulsado procesos de organización propios. Uno de los más importantes es el Consejo de Mayores, autoridad tradicional que ha sido reconocida por resoluciones judiciales. En 2010, la Sala Constitucional estableció que solo el Consejo de Mayores puede determinar la pertenencia indígena, y no la ADI.
A partir de esa resolución, se elaboró un estudio histórico y genealógico de las familias originarias del territorio, lo que permitió identificar 12 troncos que estructuran la pertenencia al pueblo Brörán. De esta forma, se fortaleció el reconocimiento de la identidad indígena desde parámetros propios.
Más allá del Consejo de Mayores, existen otras formas de autogobierno y organización comunitaria: grupos que trabajan en torno a la espiritualidad, la educación, el agua, la vivienda y la defensa ambiental. También se han creado espacios formales reconocidos por el Estado, como los Consejos Locales de Educación Indígena y la Instancia Territorial de Consulta, que forman parte de un entramado más amplio de resistencia y construcción de autonomía.
Estas formas de gobernanza propia ponen en evidencia la ilegitimidad de las ADI y muestran la capacidad de los pueblos indígenas de gestionar su territorio desde sus tradiciones, cosmovisiones y decisiones colectivas.
A manera de conclusión, el caso de Pablo Sibar no es solo un conflicto particular, sino la muestra de un problema estructural: la imposición de las ADI como mecanismo estatal de control, la complicidad de instituciones como la Fuerza Pública y el patrón de violencia contra defensores indígenas.
Al mismo tiempo, también es la evidencia de la fuerza del pueblo Brörán y de los procesos de autogobierno que han surgido en defensa de la vida, el territorio y la autonomía.
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