Por Mauricio Álvarez Mora, docente UCR, UNA y ecologista
En los enigmas de perecer, perder y luchar por
causas que parecen interminables, uno descubre que la vida al servicio de la
justicia socioambiental tiene dolores y pesos, pero todo resulta más liviano
cuando se recibe el amor de la vida. Eso fue lo que sentí en el entierro de
Silvia: la dicha y la serenidad que deja una vida íntegra, consecuente,
respetada y querida; una vida vivida con coherencia entre lo que se piensa, se
dice y se hace.
No recuerdo el momento exacto en que la conocí, pero sí los muchos años, luchas e instantes que la vida nos regaló para intentar hacer de este planeta un lugar mejor. Las maestras y maestros que uno ha elegido en el camino, como Silvia, son personas excepcionales: nos obligan a dar la talla, a exigirnos más, y con su ejemplo sencillo nos inspiran y alimentan. Su partida nos deja un profundo sentimiento de orfandad y naufragio.
Silvia reunía cualidades y capacidades que hoy
son cada vez más escasas, casi en peligro de extinción. Tenía la valiosa
habilidad de hacer academia conectada con la realidad social, con las personas
que transforman y se mantienen en movimiento. Esa capacidad le otorgaba una
sabiduría profunda: la de leer el momento histórico, dialogar y aprender de la
gente y de la naturaleza. Pero, sobre todo, comprendía que lo verdaderamente
importante es comprometerse con aquello que se conoce y se entiende, estar dispuesta
a poner el cuerpo y caminar colectivamente.
En las discusiones y resistencias contra el
TLC, contra UPOV, contra la privatización de las semillas y en la defensa del
conocimiento tradicional, Silvia fue una milpa en flor y fértil. Hubo derrotas
tristes, sí, pero también pequeñas victorias que celebramos con humanidad,
lágrimas, enojos y alegría compartida. En la lucha contra el TLC con Estados
Unidos recuerdo su voz clara y argumentada, iluminando debates en escuelas, foros
y asambleas. Explicaba con paciencia y rigor lo que significaba patentar la vida:
que una semilla milenaria, moldeada por el diálogo entre la naturaleza y las
manos indígenas o campesinas durante miles de años, pudiera ser apropiada por
una empresa con una mínima modificación. Como ella decía: “la semilla es
herencia colectiva, no propiedad privada.”
Silvia dedicó su vida intelectual y su acción
a desentrañar las tramas, muchas veces invisibles, que contraponen
biodiversidad, poder, corporaciones y saberes de comunidades indígenas y
campesinas. Señaló sin descanso las contradicciones del mantra de la “Costa
Rica verde”. Desde sus primeros trabajos sobre las áreas silvestres protegidas
hasta sus críticas contundentes a los contratos de bioprospección, al modelo
del INBIO y a los regímenes de propiedad intelectual sobre la vida, mantuvo una
coherencia ética y teórica poco frecuente: la defensa de la soberanía
biológica, la justicia ecológica y el derecho de los pueblos a decidir.
Sus escritos y acciones recordaron siempre que
no basta con “proteger la naturaleza”: también hay que proteger a quienes viven
con ella, la conocen y la reproducen. Como parte de una generación de
académicos-activistas que respondió a su momento histórico, Silvia analizó cómo
los tratados internacionales funcionan como camisas de fuerza para los pueblos
indígenas y campesinos, legitimando intereses corporativos más que
redistribuyendo beneficios.
Fue consecuente y generosa con su saber:
aprendió de la naturaleza y de los pueblos que las semillas, los conocimientos
y los derechos comunitarios no pueden reducirse a mercancías. Compartir lo que
se sabe, lo que se intuye y lo que se sueña no es una obligación: es,
simplemente, ser humano con el instinto natural de amar despierto.
En ese vital cruce entre ciencia, ética y
resistencia florecieron su pensamiento y su acción. No se limitó a investigar o
escribir: compartió. Y en ese acto de compartir cultivó una forma de
transformar el mundo que incomodaba al poder, a los gobiernos y a las
industrias empeñadas en convertir la vida en mercancía. Su cuestionamiento al
modelo de privatización de la biodiversidad en nuestro país, modelo que se
intentó exportar a otras regiones megadiversas, le valió persecución y acoso
por parte de sectores poderosos.
Fue parte fundamental de la Red de
Coordinación en Biodiversidad, donde logró articular aportes y resistencias
clave para impulsar y defender una Ley de Biodiversidad que reconociera
derechos importantes para las comunidades indígenas, campesinas y ecologistas.
Su compromiso y legitimidad contribuyeron también a la articulación de luchas
contra la incineración de residuos y al fortalecimiento del Movimiento Hacia
Basura Cero, además de aportar activamente en su comunidad a través del
Movimiento Avance Santo Domingo (MAS).
Con su trabajo se convirtió en una de las
principales voces de América Latina contra la privatización de las semillas.
Desde GRAIN, la organización internacional de la que formó parte, recorrió el
continente y el mundo denunciando las trampas de la UPOV, los embates de la OMC
y los TLC, y defendiendo la soberanía de los pueblos sobre su diversidad
biológica.
Silvia Rodríguez-Cervantes no solo fue
profesora emérita de la Universidad Nacional en la Escuela de Ciencias
Ambientales: también fue licenciada en Trabajo Social por la Universidad
Autónoma de México, obtuvo una maestría en Sociología Rural (UCR/CLACSO) y un
doctorado en Estudios del Desarrollo en la University of Wisconsin, Madison.
En una entrevista reciente, publicada en la serie Trayectorias
de Vida de la Revista Rupturas (CICDE-UNED), realizada
por el Dr. Luis Paulino Vargas, dejó un testimonio lúcido de su vida y aportes.
Nació en Zacatecas, México, en una zona minera donde conoció desde niña la
depredación del ambiente, pero también la justicia y el servicio social. Hija
de un médico y de una madre que sacó adelante a cinco hijas en tiempos
difíciles, creció en el México convulso de los años sesenta: el movimiento
estudiantil del 68, la represión en Tlatelolco y el despertar de las ideas
críticas. Allí estudió Trabajo Social como una opción de vida: trabajar con la
gente, combatir las injusticias y transformar la sociedad.
Costa Rica apareció en su vida como un
flechazo. Llegó por primera vez en 1974, y el país la adoptó tanto como ella a
él. Muy pronto, la Universidad Nacional le abrió un espacio donde pudo
desplegar su pensamiento y su vocación.
Pero más allá de la académica y la activista,
está la mujer. Quienes la conocimos, aunque fuera tangencialmente, damos fe de
su dulzura, su alegría, su ética, su capacidad de escuchar y de aprender de
cada encuentro, de cada derrota y de cada victoria.
Silvia Rodríguez fue, en esencia, una
sembradora de conciencia y una guardiana de la vida: una mujer que abrió caminos,
sostuvo la esperanza y nos recordó siempre que la vida, como las semillas, se
cuida, se comparte y se defiende.
Compañera Silvia, donde estés, que sigas
estudiando y compartiendo semillas y saberes de asteroides, meteoritos,
estrellas, lunas, planetas y galaxias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario