viernes, 5 de septiembre de 2025

El río San Juan como herida de oro y sangre




Por M.Sc. Mauricio Álvarez Mora, Docente de las Escuelas de Geografía y Ciencias Políticas de la UCR e IDELA-UNA

Existe un tema urgente, estructural y de profunda gravedad geopolítica que ha sido sistemáticamente invisibilizado: la expansión y convergencia acelerada del saqueo y el despojo en la cuenca del río San Juan y la Reserva Biológica Indio Maíz. Lo que está en juego no es únicamente la conservación de uno de los ecosistemas más valiosos de Centroamérica, ni la defensa de los territorios ancestrales de los pueblos originarios. Está en juego también la estabilidad regional, hoy amenazada por la consolidación de una lógica transfronteriza de extractivismo -legal e ilegal-, crimen organizado y un ecocidio etno-ambiental en marcha.

Nuestra relación histórica con el vecino del norte ha estado mediada por un río que es mucho más que una frontera. Se trata del Gran San Juan, eje de la cuenca hidrográfica más extensa de Centroamérica, con más de 38.500 km²: 19.500 en Nicaragua y el resto en Costa Rica. Esta región, de altísima pluviosidad y exuberancia ecológica, está entre las más húmedas y biodiversas del continente. Allí se encuentra la Reserva Biológica Indio Maíz, una de las joyas naturales del istmo, apodada la “mini Amazonía” por su papel como corredor biológico entre el norte y el sur del continente, por su endemismo, y por su vínculo milenario con pueblos originarios.

Es más: la cuenca del Gran San Juan no es solo una unidad hidrográfica, sino el corazón profundo de la identidad y la historia nicaragüense. En sus márgenes se levantan los volcanes como guardianes de siglos, y en su centro late el Gran Lago de Nicaragua o Cocibolca, ese cuerpo de agua madre que todo lo conecta y todo lo refleja. El San Juan no nace de un manantial cualquiera: fluye desde el vientre mismo del país, lavando y arrastrando consigo memoria, cultura, belleza y tragedia. Por eso, lo que ocurre hoy en esta cuenca es el espejo más hondo del estado real de la nación nicaragüense.

Hoy, esta joya enfrenta una amenaza existencial. Desde su regreso al poder en 2007, el régimen Ortega-Murillo ha profundizado una ocupación sistemática, violenta y destructiva de zonas protegidas como Indio Maíz, el territorio Rama-Kriol y el Refugio de Vida Silvestre Río San Juan. Estas áreas han sido convertidas en botín político, entregadas a colonos afines al régimen en un proceso de despojo que ha provocado desplazamiento forzado y represión. Se estima que entre 3.000 y 4.000 personas indígenas han sido forzadas a migrar -en su mayoría hacia Costa Rica-, hay otro grupo importante de lideres encarcelado de manera injusta y al menos 70 han sido asesinados en los últimos 15 años. Se trata de una limpieza y desmembramiento étnico-territorial silencioso, apenas documentada e ignorada por la comunidad internacional.

El incendio de 2018, provocado por un ocupante ilegal que calcinó 6.788 hectáreas de bosque en Indio Maíz, marcó un antes y un después. Fue el detonante de las protestas masivas contra el régimen, y la respuesta fue una represión brutal cuyas consecuencias persisten: miles de personas exiliadas, encarceladas, desnacionalizadas y perseguidas dentro y fuera del país. El reciente asesinato de Roberto Samcam en Costa Rica -con ejecución de precisión militar y fachada sicarial- confirma el alcance extraterritorial de esa represión. La frontera dejó de ser una línea divisoria: se ha transformado en un corredor de impunidad y crimen organizado.

En esa geografía del colapso institucional que caracteriza la frontera norte, Costa Rica aparece como un actor ausente. La zona fronteriza se ha convertido en una “zona franca de ilegalidad”, donde confluyen el narcotráfico, la tala ilegal, la ganadería extensiva, la minería ilegal, el contrabando de vida silvestre y de ganado, la trata de personas y escondite de peligrosos delincuentes, entre otras actividades ilícitas. La falta de presencia estatal e institucional ha permitido la consolidación de un territorio de criminalidad transnacional, que opera con fluidez y, en no pocos casos, con la complicidad o indiferencia de actores estatales.

El caso del narcotraficante costarricense Alejandro Arias Monge, alias “El Diablo”, es ilustrativo. Se presume que se oculta en esta región fronteriza mientras mantiene vínculos con redes de minería ilegal. Su figura encarna un régimen logístico de impunidad transfronteriza, donde actores criminales se valen de la porosidad fronteriza para esconderse, operar y lavar capitales con sofisticación.

En este contexto, ha surgido una dinámica regional extractiva peligrosa que podríamos llamar la “Estrategia Crucitas”. A raíz de la ilegalidad del proyecto de Industrias Infinito, se continuó y consolidó una orquestación de intereses que permitió la ocupación ilegal de territorios, la tolerancia institucional hacia la minería informal, y luego su legalización a favor de empresas transnacionales, bajo el discurso del mal menor, la remediación ambiental y las supuestas grandes ganancias económicas. Esta lógica es evidente en Costa Rica con el expediente legislativo 24.717, que pretende abrir las puertas a la minería metálica a cielo abierto en Cutris para combatir y remediar la minería ilegal (Álvarez Mora, 2025).

Todo indica que Nicaragua ha replicado ese modelo en la Reserva Indio Maíz y la cuenca del río San Juan, con consecuencias aún más graves. Crucitas ya no tiene fronteras, ni es un caso aislado: se ha convertido en una estrategia binacional, replicada y amplificada. La Fundación del Río ha documentado cómo este modelo se ha extendido a cuatro sitios de minería ilegal en territorio nicaragüense: Las Cruces —a pocos kilómetros de Crucitas—, El Naranjo (establecido en 2020), La Chiripa (activo desde 2019) y Punta Fina/Caño Negro (emergente en 2024). Basta trazar una línea del tiempo para observar cómo este ciclo, iniciado en 2017 en Crucitas, se ha desplazado con una lógica planificada hacia Nicaragua, reproduciendo el mismo patrón de ocupación, ilegalidad y posterior intento de legalización encubierta.

La Fundación del Río contabilizó recientemente en Las Cruces al menos 724 construcciones irregulares y más de 4.000 personas asentadas. Lo que allí funciona es, en la práctica, una ciudad criminal no oficial, con comercio, prostitución y tráfico de maquinaria, insumos y drogas, muchos de ellos provenientes de Costa Rica. La actividad se ha consolidado tanto que la minería pasó del uso de mercurio a la construcción de piletas para trabajar con cianuro, un método más eficiente y que evidencia la creciente escala de esta actividad ilegal. La tolerancia del Estado nicaragüense es absoluta: ni el Ministerio del Ambiente (MARENA) ni el de Energía y Minas ejercen presencia efectiva en la zona, y aunque el Ejército mantiene un puesto a pocos kilómetros, se limita a reportar incautaciones aisladas sin desmantelar ninguno de estos enclaves. Todo apunta a una convivencia funcional con la ilegalidad.

Las alertas de organizaciones ecologistas y comunitarias nicaragüenses confirmaron la “Estrategia Crucitas” cuando, pocos días después de advertir sobre la posible legalización de esta minería, el régimen Ortega-Murillo otorgó tres concesiones a la empresa china Thomas Metal S.A. Las concesiones se ubican en el fronterizo Río San Juan e incluyen áreas dentro de la Reserva Indio Maíz, el territorio indígena Rama-Kriol y el Refugio de Vida Silvestre Río San Juan. En total, el régimen entregó 108.464 hectáreas -más de 1.084 km²-en una sola semana.

Para facilitar esta entrega, el régimen aprobó una serie de leyes hechas a la medida: reforma a la Ley de Áreas de Conservación Ambiental y Desarrollo Sostenible y una reforma legal a la Ley de Fronteras, todo para flexibilizar las operaciones mineras en esa zona. El Estado nicaragüense desmanteló su propio marco jurídico ambiental, fronterizo y violó todo el derecho de los pueblos originarios para abrir paso al extractivismo chino en territorios que deberían estar constitucionalmente y por tratados internacionales protegidos.

Estamos, por tanto, ante una expansión extractiva agresiva, planificada y transfronteriza. Y es precisamente ahí donde Costa Rica debe reaccionar. La minería ilegal ya no es un problema aislado ni exclusivo de uno de los países. Es una amenaza regional articulada con redes de crimen organizado, desplazamiento forzado, pérdida acelerada de biodiversidad y debilitamiento institucional. Ignorar esta dimensión es condenarnos a formar parte activa del problema.

La experiencia de Crucitas -donde el oro ilegal ha sido blanqueado en Abangares y exportado sin trazabilidad ni impuestos y hasta ilegalmente - demuestra que también en Costa Rica existen vacíos legales e institucionales que estas redes han sabido aprovechar. Mientras no se fortalezcan los mecanismos de fiscalización, trazabilidad, control aduanero y ambiental, y no se prohíba explícitamente la importación, transporte y tenencia de cianuro o mercurio, cualquier intento de legalizar la minería bajo un nuevo marco será simplemente otra forma de impunidad. Legalizar no hará desaparecer la minería ilegal; solo la empujará hacia el otro lado de la frontera, donde una dictadura se encargará de facilitar lo que aquí se intenta maquillar (Álvarez Mora, 2024).

La prioridad legislativa en Costa Rica no puede ser abrir nuevos territorios a la minería, sino cerrar los portillos legales y fiscales que permiten que el oro ilegal financie redes criminales. Debemos legislar con base en evidencia, no bajo la lógica de rendición ante lo inevitable.

Esta situación exige respuestas inmediatas, articuladas y coherentes. Pero también requiere autocrítica. Costa Rica no puede seguir exportando discursos verdes mientras -por omisión o complicidad- permite que el oro ilegal destruya sus ecosistemas, debilite su institucionalidad y guardar silencio complaciente con el etnocidio en la frontera.

La cuenca del San Juan, Crucitas y la Reserva Indio Maíz no pueden convertirse en zonas de sacrificio. Si no actuamos con firmeza, claridad y perspectiva integral, lo que hoy es una “mini Amazonía” terminará siendo un territorio fallido, saqueado por mafias armadas, entre la maledicencia de una dictadura autoritaria y el silencio de un Gobierno populista y agazapado.
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