sábado, 5 de julio de 2025

Miramar: un territorio de sacrificio y resistencia


Por Mauricio Álvarez Mora

Miramar es el distrito primero y cabecera del cantón de Montes de Oro, en Puntarenas. Es reconocido por su riqueza natural y su historia minera, tanto legal como ilegal. Este cantón cuenta con importantes zonas de recarga hídrica, sistemas montañosos, ríos caudalosos y una exuberante vegetación en las partes altas. En términos ambientales, Montes de Oro destaca por su impresionante biodiversidad y ecosistemas únicos.

Sin embargo, a pesar de este patrimonio natural, la comunidad enfrenta un contexto de profundo deterioro socioambiental. La Asociación Civil Pro Natura de Miramar ha denunciado que el distrito se ha convertido en un verdadero “territorio de sacrificio”. A los pasivos ambientales heredados por la minería se suma la instalación de un relleno sanitario y el proyecto para construir otro más.

Cuando hablamos de un territorio de sacrificio, nos referimos a zonas impactadas por actividades extractivas o contaminantes, que son tratadas como descartables, bajo la lógica de que el daño ya está hecho o que es preferible causarlo allí que en otros lugares. Estas comunidades son vistas como el costo necesario del llamado "desarrollo" nacional.

A esto se suma el fenómeno del racismo ambiental, un concepto acuñado por los movimientos de justicia ambiental en Estados Unidos para denunciar cómo las industrias contaminantes tienden a ubicarse en comunidades racializadas, empobrecidas o periféricas. En Miramar, esta forma de injusticia también se hace evidente.

El pasado 2 de abril de 2025, la Asociación Civil Pro Natura denunció la muerte masiva de peces en el río Ciruelas, cerca de la mina Bellavista. Aunque aún se desconocen las causas exactas, tanto la empresa minera como el MINAE negaron cualquier responsabilidad sin realizar análisis de agua independientes o a cargo de una instancia estatal. Esto generó gran preocupación, especialmente porque el sitio es frecuentado por visitantes durante la Semana Santa. El 15 de abril, en plena Semana Santa, la Municipalidad de Montes de Oro informó un nuevo incidente de contaminación: “Se han reportado irregularidades que han causado la muerte de fauna acuática, por lo que podría representar alguna situación de riesgo para la salud pública. Por su seguridad, recomendamos evitar el contacto con este río (…)”.

La contaminación de ríos como el Ciruelas y el Río Seco —que recoge las aguas residuales de la zona urbana y del relleno sanitario— desemboca en el estero manglar de Puntarenas, lo cual podría afectar gravemente este ecosistema de enorme valor ecológico y económico.

La minería —legal, ilegal, histórica y actual— ha dejado impactos socioambientales acumulativos en Miramar. La mina Bellavista colapsó en 2007, dejando importantes pasivos ambientales. Recientemente, un trabajador falleció y otro resultó herido en una mina clandestina, lo que evidencia la persistencia del problema. La minería ha consolidado una economía de enclave que genera dependencia laboral y social.

Una investigación del Proyecto Geografía y Diálogo de Saberes (ED-3526), de la Escuela de Geografía y el Programa Kioscos Socioambientales de la UCR, reveló la existencia de un enjambre de minería subterránea de oro en Costa Rica. Se identificaron al menos 59 solicitudes de concesión que abarcan 779,52 km² (1,52 % del territorio nacional). Entre los cantones más afectados se encuentra Montes de Oro, donde más del 31,86 % de su superficie —incluida su área urbana— está solicitada para exploración minera (Diálogo de Saberes UCR).

La “bazurización” del cantón

Además del impacto minero, los habitantes de Miramar deben enfrentar otro fenómeno: la “bazurización” del cantón. La operación del relleno sanitario Ecoindustrial Miramar, del Grupo Rabsa, inició en 2017 pese al fuerte rechazo comunitario. El cantón se ha convertido en receptor de miles de toneladas de desechos sólidos provenientes del Gran Área Metropolitana (GAM) y más de 30 municipios y empresas privadas del país, generando tensiones sociales y ambientales considerables.

Las luchas por el manejo adecuado de residuos no son nuevas. Desde los años 90, comunidades como Pavas, Ciudad Colón, Río Azul, La Carpio, Santa Ana, Belén, Mora, Cartago y Esparza han resistido intentos de instalar mega-rellenos en sus territorios. Sin embargo, muchas de las más empobrecidas —como Río Azul, La Carpio y ahora Miramar— han terminado cargando con estos proyectos.

Actualmente, un nuevo relleno —el Parque de Tecnología Ambiental Galagarza, propuesto por la empresa EBI de Costa Rica S.A.— ha provocado una fuerte oposición ciudadana, motivada por los cuestionamientos en el otorgamiento de permisos, los antecedentes de malos manejos en otros rellenos operados por esta empresa, y la falta de capacidad de fiscalización por parte de las autoridades locales.

Tejiendo resistencia

Frente a esta situación, la comunidad no ha permanecido pasiva. El movimiento Comunitario ha presentado recursos de amparo, apelaciones en SETENA y MINAE, y acciones legales diversas. Estas iniciativas fueron impulsadas inicialmente por el Comité Oromontano Pro Ambiente y, desde 2024, asumidas formalmente por la Asociación Civil Pro Natura. Esta organización ha liderado los esfuerzos por denunciar irregularidades, exigir justicia ambiental y proponer alternativas sustentables, como el cumplimiento efectivo de la Ley 8839 de Gestión Integral de Residuos, además de crear espacios de formación, información y encuentro comunitario que fortalezcan el tejido social.

Miramar encarna el rostro visible de un modelo des-desarrollo que privilegia la acumulación de riqueza a costa de los territorios, el ambiente y la dignidad de las comunidades. No es solo un lugar de extracción o vertido: es un territorio vivo, habitado por personas que resisten, cuidan y sueñan, lleno de historia, biodiversidad, saberes locales y vínculos comunitarios.

El concepto de “territorio de sacrificio” no puede ni debe naturalizarse: ninguna comunidad es sacrificable. Las luchas que surgen desde Miramar nos recuerdan que es posible imaginar y construir otras formas de desarrollo: más justas, más sustentables y profundamente humanas. Escuchar a estas comunidades y respaldar sus propuestas no es solo un acto de solidaridad, sino un deber ético político y una responsabilidad compartida para avanzar hacia una verdadera justicia socioambiental.

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