Por Mauricio Álvarez Mora.
Las comunidades enfrentan tanto barreras internas como externas que limitan su derecho a participar, incidir y decidir sobre el uso sostenible del territorio y sus bienes naturales.
Internamente, muchas comunidades se encuentran profundamente fragmentadas. Existe una falta de relevo y de diálogo intergeneracional: en diversos territorios rurales ya casi no hay jóvenes, pues migran ante la ausencia de oportunidades educativas y laborales. En lugares como Cahuita, Guacimal o los territorios indígenas, esta situación es especialmente crítica. Cada joven indígena que logra salir a estudiar, si no regresa como docente, difícilmente vuelve, porque hay muy poca empleabilidad para profesionales. Esto deja comunidades vaciadas, con altos niveles de desesperanza e incluso con casos de suicidio juvenil, como ocurre en Talamanca.
Ya es una realidad rural y costera que muchas ADI, ASADAS y otras instancias comunales carecen de jóvenes y de perspectivas de recambio generacional.
Además, por ese mismo fenómeno extendido a las familias, muchas comunidades han cambiado su composición social. En zonas rurales y costeras, la gentrificación, la turistificación y la expansión agroindustrial han desplazado a los pobladores originales, reemplazándolos por mano de obra, en su mayoría extranjera, en condiciones laborales precarias y vulnerables, que varían según las temporadas.
En Los Chiles, por ejemplo, en la escuela de El Jobo, no había madres ni padres de familia dispuestos para firmar un recurso de amparo contra una empresa piñera que fumigaba hasta el patio escolar. La mayoría se encontraba en condiciones migratorias vulnerables o trabajaba para la misma empresa que intoxicaba a sus hijos.
Estas nuevas conformaciones comunitarias carecen de tejido social, colectividad e identidad, y predominan los intereses individuales o los consensos económicos inmediatos. Son lugares para trabajar y dormir, sin mayor integración ni perspectiva de futuro compartido. Cuestionar el “mandato del turismo o de la agroindustria a cualquier precio” se considera casi un sacrilegio, pues de estas actividades depende la subsistencia cotidiana.
En este contexto, las personas defensoras del ambiente son cada vez más estigmatizadas, amenazadas y violentadas, como ocurrió en Talamanca, donde la municipalidad llegó al extremo inconstitucional de declarar non grata a Carol Meeds y Philippe Vangoidsenhoven en 2015.
Externamente, la situación no es mejor. Persiste una enorme impunidad: una denuncia ambiental puede tardar hasta 13 años en resolverse, y la mayoría termina sin sanción; la excepción es la justicia. La presencia del narcotráfico en zonas rurales y costeras ha creado un nuevo eje de poder territorial, donde las comunidades y organizaciones deben “pedir permiso” para actuar o simplemente convivir bajo riesgo o amenaza.
En Osa, por ejemplo, un fiscal ambiental debió abandonar el territorio tras recibir amenazas directas, y los activistas se preguntan cómo una persona sin protección, sin respaldo institucional o investidura, puede enfrentar a estos poderes fácticos y criminales.
Es muy triste decirlo, pero ya hay líderes y lideresas que han tenido que salir de sus comunidades por motivos de seguridad. Son decisiones personales y comprensibles, pero evidencian el nivel de riesgo y el abandono institucional. Las comunidades ya no son las mismas que hace 20 o 30 años: el ambientalista o defensor ambiental, que antes era visto como una figura positiva, hoy en algunos lugares es considerado un enemigo.
Hoy, un narcotraficante local puede tener más estima comunitaria que un activista, por ejemplo, en Talamanca. Dicho de otra manera: si asesinaran a un ecologista, ese hecho podría ser justificado e incluso celebrado por un sector de la comunidad. Este cambio se debe, en parte, a discursos intolerantes y sistemáticos de deslegitimación, como los que ha sostenido el actual gobierno, que profundizan la violencia simbólica y material contra quienes defienden los bienes comunes.
Quizás el punto de inflexión fue el rechazo al Acuerdo de Escazú. A partir de ese momento, simbólica y materialmente, se cruzó una línea: se abandonó incluso la -aunque contradictoria- imagen de país verde, y emergió un discurso abiertamente hostil hacia la defensa ambiental. Ese giro marcó una etapa de retroceso institucional y cultural en materia de derechos ambientales y participación ciudadana.
La institucionalidad pública se encuentra prácticamente paralizada, ya sea por falta de presupuesto, saturación o desidia. Nosotros del Programa Kioscos enfrentamos amenazas hace más de 15 años, y hoy, al volver a esos territorios, encontramos condiciones aún más difíciles para la defensa ambiental y la organización comunitaria.
En la práctica, muchas zonas costeras del país están bajo el control del narcotráfico, el lavado de dinero y el turismo inmobiliario o masivo, que ejercen más poder, control y capacidad de decisión que las propias municipalidades y el Estado en su conjunto.
Los planes reguladores llegan con tres o cuatro décadas de atraso, cuando el orden o desorden territorial ya ha sido impuesto por intereses privados, que ganaron la partida y consolidaron un modelo de ocupación y desarrollo excluyente, donde el lucro prevalece sobre el bien común y la protección ambiental.
Impunidad y violencia contra defensores ambientales
La impunidad continúa siendo un signo alarmante y un denominador común en los casos de violencia contra personas activistas. Ejemplo de ello son los asesinatos de Sergio Rojas y Yehry Rivera, el ataque de 2022 contra el dirigente indígena cabécar Leonel García, de Bajo Chirripó -un hecho que podría tipificarse como intento de homicidio- , así como las amenazas y agresiones sufridas por al menos 15 líderes y lideresas de pueblos originarios del sur del país entre 2020 y 2021.
Esta cadena de impunidad mantiene un clima de miedo y validación de la violencia, alimentando y legitimando el discurso hostil del gobierno hacia el Poder Judicial.
Aprendizajes y estrategias comunitarias
Lamentablemente, los conflictos socioambientales se han complejizado. Los contextos son cada vez más violentos e intolerantes, y los logros alcanzados por las comunidades suelen ser parciales o temporales. Ya es la norma la judicialización y los círculos de violencia socioambiental.
Existen, sin embargo, experiencias significativas. En Cipreses, por ejemplo, la comunidad logró la prohibición del plaguicida clorotalonil, un precedente histórico. Pero la respuesta estatal ha sido contradictoria: mientras se prohíbe su uso, se elevan los límites de tolerancia a la contaminación, y sectores de la misma comunidad han perseguido y hostigado a las personas activistas, evidenciando una peligrosa intolerancia hacia la defensa ambiental.
También han surgido nuevos espacios de denuncia y comunicación, como las redes sociales, que han permitido visibilizar casos de injusticia ambiental, pero que al mismo tiempo se han convertido en escenarios de odio, acoso y persecución digital.
Estrategias de defensa y articulación
Las alianzas interinstitucionales y comunitarias son hoy una de las principales estrategias de defensa de los derechos humanos ambientales. Desde el Programa Kioscos Socioambientales y otras organizaciones, hemos impulsado procesos de articulación con CONARE, el INA, el Sistema de Naciones Unidas, la Asamblea Legislativa e incluso con tribunales de justicia. Sin embargo, la crisis institucional del país ha limitado la consolidación de agendas efectivas y sostenidas.
A pesar de ello, han surgido experiencias afirmativas y de reconocimiento público como mecanismos simbólicos de protección.
Desde el Programa Kioscos se han emitido alertas públicas -como la realizada este año sobre Pablo Sibar- y se han apoyado reconocimientos a personas como Doris Ríos, del pueblo cabécar de China Kichá, galardonada en 2022 por la Facultad de Ciencias Sociales, la Escuela de Antropología y el DEI, con apoyo del Programa Kioscos Socioambientales.
El 22 de abril del 2025, con motivo del Día de la Tierra, diversas organizaciones: Universidad Bíblica Latinoamericana , FECON, CoecoCeiba, la Embajada del Estado Plurinacional de Bolivia y la UCR nos unimos para reconocer a las personas defensoras ambientales: comunidades, colectivos y pueblos originarios que protegen la vida, muchas veces en condiciones de riesgo y amenaza extrema.
Se reconoció a personas defensoras del Caribe Sur, del Refugio Gandoca-Manzanillo, de Osa, en la defensa del agua potable, humedales, y a pueblos indígenas Brörán, Bribri y Cabécar, que sostienen procesos de autonomía y recuperación territorial.
También hemos impulsado, junto con actores institucionales y activistas, la Rectoría y el Consejo Universitario de la UCR, un acuerdo institucional para que cada 7 de diciembre se realice un homenaje a las personas asesinadas por defender el ambiente. En 2024 se llevó a cabo el primero, recordando a figuras como Óscar Fallas, Jaime Bustamante y María del Mar Cordero, asesinados en 1994, y a otras víctimas desde 1975 hasta los casos más recientes de Sergio Rojas y Yehry Rivera.
En los territorios indígenas, los procesos de recuperación de tierras han tenido momentos de articulación positiva, con el acompañamiento de instancias como CONARE y diversas organizaciones sociales. Se logró que las cuatro rectorías visitaran los territorios en recuperación y experimentaran, aunque sea de forma mínima, la violencia a la que estas comunidades han estado expuestas —incluyendo barricadas y agresiones con piedras a los vehículos. Existe la esperanza de que estos esfuerzos de articulación universitaria y social hayan contribuido, aunque sea temporalmente, a reducir los niveles de violencia directa.
Finalmente, hemos acompañado los esfuerzos de Naciones Unidas para establecer mecanismos más articulados de protección a las personas defensoras ambientales, ante un contexto nacional e internacional cada vez más riesgoso y hostil.
En este contexto cada vez más desafiante para quienes alzan la voz en defensa de la naturaleza y los derechos humanos, reconocer públicamente la labor de las personas y comunidades defensoras es un acto de justicia, reivindicación, memoria y esperanza.
Sus historias nos recuerdan que la lucha por la tierra, el mar, el agua, el bosque y la vida no es individual ni aislada, sino una causa común que atraviesa generaciones, territorios y culturas.
* Ponencia en el Panel: “Derechos Humanos y Justicia Ambiental”, en el marco del Primer Congreso Ambiental (CONAM, 2025). Panel organizado por la Oficina de Coordinación de Naciones Unidas en Costa Rica y la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH).Participaron la representante de la Defensoría de los Habitantes - Sra. Hazel Díaz, la representante de la Corte Interamericana de Derechos Humanos - Sra. Natalia Castro y moderado por Isabel Maria Albaladejo Escribano de Naciones Unidas.
Video del panel:
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