Por Mauricio Álvarez Mora-
La Ley sobre la Zona Marítimo Terrestre (Ley N.º 6043) está por cumplir 50 años. Fue creada en una Costa Rica que no imaginaba convertirse en una república “turistificada” ni enfrentarse a una crisis climática global que afecta gravemente nuestras costas. Pese a ello, esta normativa ha sido visionaria: gracias a su existencia, nuestras islas y playas siguen siendo, al menos en el papel, patrimonio colectivo, inalienable e imprescriptible.
Aunque la ley ha recibido algunas reformas a lo largo del tiempo, lo que más ha proliferado han sido los intentos de privatización, desde playas hasta islas. Estas presiones se han intensificado con el auge del turismo y del negocio inmobiliario, alcanzando niveles extremos. Un caso emblemático es el de Ojochal, una comunidad costera donde más del 70 % de las tierras están en manos de sociedades anónimas extranjeras. En la práctica, podríamos hablar de un «Ojochal S.A.I.»: una sociedad anónima internacional instalada en nuestro litoral. Pero no es la única.
Según datos del Programa Interdisciplinario Costero (PIC-UNA), existen 816 comunidades distribuidas en 69 distritos costeros. En el año 2000, más de 544.000 personas vivían en ellas, lo que representa alrededor del 15 % de la población nacional. Es decir, no estamos hablando de unas cuantas familias, sino de cientos de miles de personas cuyos territorios y modos de vida están en riesgo.
Uno de los primeros intentos recientes fue el proyecto de ley expediente N.º 23.148, titulado Ley para el Desarrollo e Impulso de la Zona Marítimo Terrestre. Aunque presentado como una medida parcial, el proyecto abría la puerta a la legalización de infraestructura temporal y mobiliario en la franja costera, contradiciendo su carácter público y demanial. En los hechos, significaba una privatización material del espacio común. La iniciativa fue rechazada por decenas de organizaciones sociales y, recientemente, por la Universidad de Costa Rica, debido a los riesgos jurídicos, sociales y ecológicos que implicaba.
Pero la amenaza persiste. En días recientes, avanzó en la Asamblea Legislativa una propuesta aún más ambiciosa: una reforma integral de la Ley sobre la Zona Marítimo Terrestre, bajo el expediente N.º 22.553. Esta propuesta, lejos de ordenar y proteger nuestros litorales, podría agravar los problemas existentes y consolidar una privatización no tan silenciosa de las zonas costeras.
¿De qué se trata esta reforma? Entre otras cosas, permitiría usos comerciales y privativos en la franja pública de las playas; eliminaría regulaciones que hoy protegen ecosistemas clave como los manglares; debilitaría los controles legislativos sobre islas e islotes; y concentraría el poder de decisión en el Instituto Costarricense de Turismo (ICT), restando autonomía a las municipalidades y excluyendo la participación de las comunidades locales.
Lejos de promover una gestión participativa y sostenible del territorio costero, esta reforma se alinea con los intereses de grandes desarrolladores turísticos e inmobiliarios. Históricamente, estos sectores han desplazado a comunidades afrodescendientes, indígenas, pescadoras y habitantes tradicionales del litoral.
El ICT, institución que asumiría una especie de rectoría en esta reforma, ha sido reiteradamente cuestionado por privilegiar el turismo de gran escala sin tomar en cuenta sus impactos sociales ni ambientales. Y ahora se le pretende otorgar aún más poder, sin mecanismos claros de fiscalización ni de control ciudadano.
Además, hay que decirlo: esta reforma tampoco resuelve la actual dispersión institucional. El ICT es solo una entre 45 instituciones que tienen alguna competencia en la zona costera, y esta reforma vendría a sumarse a más de 50 leyes ya existentes (Hernández, PIC-UNA). No se trata de una normativa marco ni de una solución integral. Al contrario, profundiza la maraña legal que, lejos de ordenar, termina por despojar cada día más a las comunidades de sus bienes comunes.
Antes de pensar en reformar la ley, lo urgente es hacer cumplir la que ya existe. Hoy parece ser aplicada de forma discrecional, favoreciendo intereses privados, normalizando la privatización de hecho, limitando el acceso a la costa y perpetuando desigualdades en su aplicación. Está claro que la inseguridad jurídica solo aplica para las comunidades, y no para los empresarios.
Una verdadera reforma debe partir del reconocimiento del derecho colectivo a los bienes comunes, del carácter público de nuestras playas y litorales, y del respeto a las comunidades costeras que han vivido, resistido y cuidado estos territorios mucho antes de que fueran convertidos en mercancía.
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