Por Mauricio Álvarez Mora.
Costa Rica cuenta con legislación en materia de residuos desde hace más de siete décadas. Ya en 1949, el Código Sanitario establecía el aprovechamiento de los residuos biodegradables mediante compostaje, y en 1973 la Ley General de Salud dispuso que todos los desechos sólidos debían ser separados, recolectados, acumulados, reutilizados, tratados y finalmente dispuestos de forma que no generaran contaminación ni riesgos para la salud pública.
Hace quince años se promulgó la Ley para la Gestión Integral
de Residuos (N.° 8839), que asigna a las municipalidades la responsabilidad
directa sobre la gestión de los residuos generados en sus cantones y establece
la corresponsabilidad de todos los actores involucrados en el ciclo de vida de
los productos: fabricantes, importadores, distribuidores, comerciantes,
consumidores y otros. A este marco legal se suman múltiples políticas, planes y
estrategias, como el Plan Nacional para la Gestión Integral de Residuos, la
Política Nacional de Residuos, la Estrategia de Separación, Recuperación y
Valorización, la Estrategia Nacional para la Sustitución de Plásticos, el Plan
de Descarbonización, los Objetivos de Desarrollo Sostenible y las políticas de
la OCDE, en el contexto del proceso de adhesión del país. Instrumentos,
diagnósticos y discursos sobran; lo que ha faltado históricamente es voluntad
política para aplicarlos y concretarlos.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿por qué, con este
marco normativo tan amplio, el país se acerca al colapso en la gestión de sus
residuos? La respuesta está menos en la ausencia de leyes y más en el modelo
que se ha impuesto en la práctica. Durante décadas ha prevalecido una única
forma de manejo: los grandes rellenos sanitarios o sitios de disposición final,
operados por empresas privadas y ubicados mayoritariamente en cantones
periféricos y menos urbanizados del Gran Área Metropolitana, que han sido
convertidos en verdaderos territorios de sacrificio.
Un territorio de sacrificio es aquel marcado por la
contaminación, la acumulación de pasivos ambientales o actividades extractivas,
tratado como descartable por el modelo de desarrollo dominante. Esta lógica se
ve reforzada por el racismo ambiental, mediante el cual los impactos negativos
recaen de manera desproporcionada sobre comunidades empobrecidas, racializadas
o periféricas. En Costa Rica, comunidades como Pavas, Ciudad Colón, Río Azul,
La Carpio, Santa Ana, Belén, Mora, Cartago, Esparza y Miramar han resistido
este modelo desde la década de 1990. Algunas, como Río Azul o La Carpio,
perdieron esas luchas y hoy viven cotidianamente las consecuencias ambientales
y sociales de esa imposición.
En Miramar de Puntarenas, por ejemplo, la Asociación Civil Pro Natura ha denunciado que la comunidad ha sido históricamente afectada por los pasivos ambientales de la minería y que, más recientemente, enfrenta los impactos de un relleno sanitario operado por el Grupo Rabsa. A esto se suma la amenaza de un nuevo proyecto, el Parque de Tecnología Ambiental Galagarza, impulsado por EBI de Costa Rica S.A., que ha generado un fuerte rechazo comunitario. Situaciones similares se repiten en cantones como Mora, Turrubares, Osa y Alajuela, donde se pretende seguir concentrando la basura del país en territorios ya vulnerabilizados.
A lo largo de los años, además, las empresas han intentado
posicionar la incineración como una solución “mágica” al problema de los
residuos, disfrazándola bajo términos como gasificación, coincineración o
valorización energética. Estas propuestas no solo no resuelven el problema de
fondo, sino que trasladan los costos ambientales, sociales y económicos a las
comunidades y a las municipalidades, profundizando las desigualdades
territoriales y comprometiendo recursos públicos (Álvarez,
2017).
En lugar de avanzar hacia una verdadera reducción,
separación en origen, reciclaje, compostaje y valorización local de los
residuos, se ha facilitado el camino a la concentración del negocio en manos de
monopolio transnacional. Al mismo tiempo, se ha diluido la rectoría
institucional entre el MINAE y el Ministerio de Salud, y se ha criminalizado a
las comunidades que se organizan y resisten la imposición de proyectos que
afectan su salud y su territorio.
Hablar de una “des-basurización” de los territorios implica
ir más allá del mercadeo verde y de los discursos de excepcionalísimo ecológico
. Significa asumir, de una vez por todas, que la gestión de residuos no se
resuelve enterrando o quemando la basura lejos de los centros de consumo, sino
transformando el modelo, redistribuyendo responsabilidades y, sobre todo,
metiendo las manos en la basura con políticas públicas coherentes, justicia
ambiental y participación comunitaria real.

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