martes, 11 de mayo de 2010

Universidades públicas y defensa de la vida

Por Mauricio Álvarez Mora. Ecologista y docente de la Universidad de Costa Rica

Detrás de los números y titulares sobre el presupuesto de las universidades públicas, se oculta un trasfondo político e ideológico que se intenta disimular. Lo que está en juego no es simplemente una discusión financiera, sino la culminación de un proceso prolongado de privatización y apertura comercial que se ha venido imponiendo en las últimas dos décadas.

Lo que se pretende es desmantelar los últimos vestigios del Estado social-demócrata, para consolidar un modelo alineado con los intereses del capital transnacional y la mercantilización de los bienes comunes.

No ha sido fácil borrar de la memoria colectiva lo que representaron instituciones como el ICE, el MOPT, el INS y tantas otras que sucumbieron ante la ofensiva neoliberal. Hoy, resulta doloroso ver cómo se vende —por partes— nuestra casa común, para volver la sociedad cada vez más excluyente, elitista y ajena a su propia historia.

Las facturas ideológicas siempre se cobran. Hoy, les toca a las universidades públicas. Y después vendrán nuestras cuencas hidrográficas, los parques nacionales, los territorios indígenas… Todo quedará anotado, más adelante, como una simple nota al pie de página: “Fue una evolución necesaria e inexorable”. Así se escribe la historia oficial: borrando la propia para imponer una de plástico, moldeada a conveniencia del mercado y del tiempo globalizado.

Cualquier resquicio de dignidad y autonomía debe ser eliminado para dar paso a la fiesta del comercio sobre nuestros recursos naturales.

Lo que no podría haberse hecho sin la universidad pública

Sin las universidades públicas, habría sido difícil detener a ALCOA, al oleoducto, al muelle astillero de Stone Forestal en Osa, la minería durante más de 17 años, las petroleras en el Caribe, la expansión bananera que arrasó con bosques enteros, los proyectos hidroeléctricos en el Pacuare, en el río Jiménez, en Boruca, los “Gemelos” en Pérez Zeledón, el Combo del ICE, la minería en Alto Urén y en Osa, las marinas en Puerto Viejo y en la Península de Osa, el desarrollo inmobiliario en la Fila Costeña, el acueducto en Sardinal, entre muchos otros.

Buena parte de estos proyectos fueron detenidos gracias al trabajo articulado de comunidades organizadas, profesionales comprometidos, institutos de investigación, escuelas universitarias e incluso el propio Consejo Universitario. Detrás hubo cientos de horas profesionales, reuniones, giras, marchas, foros y estudios que permitieron convertir a la universidad pública en un referente vital para la defensa del ambiente y la dignidad de las comunidades que han decidido optar por la vida.

El precio de tomar partido

En muchos de estos casos, al gobierno no le quedó más remedio que respaldar —a regañadientes— la defensa de la vida. Y así, aunque cueste admitirlo, se vio obligado a reescribir la historia. Esa historia que hemos contado —al mundo y a nosotros mismos—: que no tenemos ejército, que invertimos en maestros y violines, que somos diferentes a nuestros vecinos. Esa historia mezcla de mitos, verdades parciales y conquistas sociales que no cayeron del cielo, sino que fueron el resultado de luchas concretas.

Tomar partido por la vida, por las comunidades pobres, por la justicia ambiental, es una de las facturas más altas que se pueden pagar. Y es precisamente ese compromiso lo que vuelve intolerable a las universidades públicas para quienes han hecho del crecimiento económico ilimitado su única religión.

Lo crítico incomoda, pero es indispensable

Lo crítico incomoda, pero sin crítica no hay democracia real. Sin universidades públicas comprometidas con el pensamiento libre y el conocimiento situado, solo queda una caricatura de democracia. Reformar la universidad vía presupuesto es una estrategia clara: debilitar su capacidad crítica para convertirla en otra pieza más del engranaje comercial.

Quienes venimos de la universidad pública y hoy también somos parte de ella tenemos un doble compromiso: hacer visible que sin este tipo de instituciones no habría tinta ni papel para que la sociedad escriba su propia historia. Sin universidad pública, no hay posibilidad de elegir un desarrollo que contemple a nuestros hijos, hijas, nietos y nietas, ni a los territorios que deberán habitar.

No basta con abrazar un árbol

Hoy les digo a mis estudiantes, compañeros y compañeras: no basta con abrazar un árbol. También hay que asumir la irreverencia de sus ramas al crecer, respirar las utopías que se mueven en sus hojas y —sobre todo— atreverse a saborear la locura de sus frutos, aún sabiendo que están en peligro de extinción. Porque en esos frutos están las semillas de nuestras historias, de nuestra memoria y de nuestro futuro.

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