Si no porque tenemos en las venas
eternidad de constelaciones y seres divinos
¿por qué crees que la muerte,
muy a su disgusto, ha comenzado a morir
y nosotros a soñar?
—Fragmento de poema “Cumpledías”, en Música de animal lluvioso y otros poemas (1998).
Por Mauricio Álvarez Mora.
Dicen que todas las personas morimos y vivimos varias veces en una misma vida. Por voluntad propia, por las circunstancias, o por la fuerza de la historia. La muerte, entonces, parece ser más un tránsito que un final: otro nuevo principio. Seguimos latentes tantas veces como nos recuerdan, como nos sueñan, como nos renombran —vivos o muertos.
Quizás, después de morir, establezcamos nuevas formas de estar, de querer y de comunicarnos. Seguimos creciendo en la medida en que el amor sigue fluyendo: en los silencios, en las ensoñaciones, en los rituales y alegrías compartidas. Porque la vida —como la muerte— es un acto colectivo. Nadie nace solo, y aunque parezca que morimos en soledad, alguien, en algún lugar o plano, nos reclama, nos llora, o se alegra por nosotros.
Hace tres décadas, en las primeras horas del 14 de julio de 1995, algunas personas vecinas notaron la agonía de David Maradiaga. No fue sino hasta las 8 de la mañana que un trabajador municipal del Parque de los Mangos, en Barrio Luján, Zapote, reaccionó al verlo temblando y vomitando. Fueron las últimas pulsaciones de vida en su cuerpo. Pero para mí, esa fue ya la segunda muerte de David.
La primera la compartimos siete meses antes, la mañana del 7 de diciembre de 1994, cuando Óscar Fallas Baldí, Jaime Bustamante Montaño y María del Mar Cordero Fernández murieron en su casa, devorada por el fuego. Todos, incluida María, éramos parte de la Asociación Ecologista Costarricense (AECO). Esa muerte colectiva fue también un desgarro para quienes estuvimos cerca. Algunos se fueron apagando lentamente, otros abrazaron la locura, o se fermentaron en el dolor. David los siguió en su segunda muerte, aquella madrugada del 14 de julio. Tenía apenas 26 años.
Hoy, David estaría por cumplir 56 en noviembre. Y tal vez tendríamos con nosotros lo mejor de su poesía: la más feroz, la más luminosa, la más necesaria. Seguiría siendo humanista antes que ecologista, y poeta antes que cualquier otra cosa. Sin duda haría un ecologismo poético y humanista.
La tercera muerte de David fue, quizás, la más cruel —y la que conmemoramos hoy. La última imagen que tengo es de haberlo dejado en la Rotonda de la Hispanidad, sin despedida, porque ya iba “monstriado”. Después de eso, desapareció. Fue hasta el 4 de agosto que supimos que había estado en la morgue desde aquella madrugada del 14 de julio. Veintidós días de búsqueda entre hospitales, morgue, cárceles, calles y silencio. Veintidós días de angustia, de ausencia, de no saber —pero intuir. La tercera muerte fue la del desaparecido. Pero hay una posible más.
Hoy, cuando la desmemoria se instala como norma, cuando la despoesía y la distopía se imponen en los días grises del futuro, siento que los muertos verdaderamente mueren cuando dejamos de poetizarlos. Cuando su voz ya no nos roza el oído en la madrugada. Cuando su sabia y su ternura ya no arden en nuestra piel. Cuando todo son sueños S.A.
A veces creo que, cada vez que pensamos en alguien que ya no está, enviamos un impulso, una chispa, al más allá donde habita. En alguna forma de materia o energía, ese llamado es recibido —quizás no en sincronía, ni como esperamos—, pero sí de maneras tenues e inexplicables. Tal vez por eso hay que aprender a leer de nuevo el mundo: con intuición, con imaginación e irreverencia, con todo eso que los “adefesios y motores” nos han anestesiado y nos duerme.
Con la muerte de David, a mí también se me murió la poesía. Fue apenas ahora, 30 años después, que volví a sus textos. Los desarmé. Los dejé hablar desde el caos y los muebles desordenados de la cabeza. Volvieron a tomar la forma de plantacalamar, ese remolino de animal lluvioso, con sus ramilletes de sapos y los carísimos hipocampos. Entendí, entonces, que David escribía para volver al futuro. Para dejarnos meridianos y paralelos desde donde trazar una carta de navegación para tiempos de cometas y esperanzas. Para que algún día volviéramos a reencontrarnos con el amor y la rabia. En la utopía. Siempre.

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