sábado, 28 de julio de 2018

Ecologismo cósmico para después del fin y la próxima humanidad



Mauricio Álvarez Mora. Presentación en el Foro “Neoliberalismo y calidad de vida: ¿Es posible la vida en el neoliberalismo?” del VII Congreso Latinoamericano de Psicología ULAPSI Costa Rica 2018.

Con 27 años de ser ecologista, he transitado por muchas tendencias e influencias, acompañado de personas a las que amo y que nos fueron arrebatadas: mi compañera de AECO, María del Mar Cordero; Oscar Fallas, Jaime Bustamante, David Maradiaga, Carlos Arguedas ; y otras compañeras que conocí en el camino, como Berta Cáceres y Bety Cariño. También están quienes solo conocí por su asesinato: Chico Mendes y Ken Saro-Wiwa. Todas ellas —y muchas más— sembraron en mí, en nuestras resistencias, en nuestras derivas.

Hoy me encuentro en una fase que llamo ecologismo cósmico. ¿Qué es? ¿Cómo se come? No lo sé con certeza… apenas ahora puedo nombrarlo. Pero nace desde una conciencia cósmica.

¿Hay vida en el neoliberalismo? Sí, la hay, y la habrá. Pero ¿sobreviviremos como especie? No al menos como nos conocemos y reconocemos en este momento histórico. Somos parte de una deriva cósmica que nos liga al universo, pero que hemos abandonado, especialmente en el último siglo.

Hemos estado presentes solo un instante en la historia de la Tierra: unos tres millones de años frente a los cinco mil millones de años de historia natural del planeta. Es decir, apenas el 0.06% de esa historia. Y nuestra fase destructiva y canibalística ocupa aún menos: unos cuantos microsegundos evolutivos. Mientras tanto, los dinosaurios, con un cerebro supuestamente muy básico, habitaron el planeta durante 70 millones de años. Nuestros ancestros saurios nos superaron por mucho en sostenibilidad. Ni hablar de las bacterias: ellas son la vida.

Las primeras células se originaron hace unos cuatro mil millones de años. Nótese que el planeta se preparó durante mil millones de años antes de crear formas de vida más complejas. Esas bacterias ancestrales evolucionaron en relación con su entorno, en una lógica de cooperación y —¿por qué no?— de amor. Así lo sugiere Humberto Maturana, quien habló de la vida como un fenómeno de amor: dos células unicelulares que deciden fusionarse para complejizar la existencia. Unidas por millones de años.

Descendemos de dos bacterias que interactuaron —quizás por impulso, interés, necesidad, placer o simplemente por experimentar. Cualquiera haya sido la razón, esa fusión simbiótica tardó unos 3.300 millones de años en consolidarse. Esta es, tal vez, la relación amorosa más longeva que se conozca en el universo. Eso sí es amor.

¿Fue amor o inteligencia bacteriana lo que permitió esa unión? ¿En qué momento el raciocinio comenzó a imponerse sobre el amor? Tal vez ahí esté el origen de “nuestro pequeño problemita humano”.

Nuestra existencia en el planeta es mínima, y nuestra fase destructiva aún más. Tal vez llevemos mil o dos mil años de desequilibrio frente a tres millones de años de existencia complementaria y simbiótica.

El universo comenzó hace unos 15.000 millones de años. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, se formó hace 13.500 millones. Es apenas una entre dos billones de galaxias conocidas. De explosiones, colapsos y concentraciones de polvo cósmico se formó nuestro nicho ecológico. Y evolucionamos con él.

Desde una visión antropocéntrica, creemos que podemos destruir el planeta. Pero no. No lo lograremos. No tenemos la capacidad. Ni por un asunto de escalas ni por nuestra propia fragilidad.

Somos la especie más vulnerable del planeta. Para compensar esa fragilidad, hemos creado un sistema basado en la competencia y la acumulación, contrario a los ciclos de la vida, que se rige por la complementariedad, la cooperación y la interacción. Tal vez nuestra misión cósmica sea devolver el planeta a un estado preexistente, o reducirlo a polvo estelar y reintegrarnos como luz al Sol. Volver, en esencia, al polvo de estrellas del que venimos.

.Incluso si explotaran simultáneamente las 20.000 armas nucleares del mundo y el planeta se oscureciera y enfriara por siglos, mientras haya calor en el núcleo de la Tierra, habrá vida. Habrá útero. Habrá placenta. Allí estarán las bacterias. Las que sobrevivieron a bombas, antibióticos y agroquímicos como los de Monsanto-Bayer. La vida podría persistir a partir de una sola bacteria. Quizá algún día volvamos a ser bacterias… o virus… o alguna otra forma radicalmente distinta.

Nos cuesta pensar en escalas grandes, inconmensurables. Perdimos la capacidad de comunicarnos con el cosmos. Por eso también nos cuesta imaginar otras formas de economía, de vida, de existencia. Como cuando los cartógrafos europeos dibujaban dragones en los márgenes de los mapas para señalar el fin del mundo: así también hoy nos cuesta imaginar lo que está más allá del capital.

Recuerdo una mañana de 2005, desayunando junto al río Pacuare, a la altura de Siquirres, en el Caribe costarricense. El sindicalista y ecologista Carlos Arguedas, con los ojos húmedos, me dijo:

—¿Sabés por qué defiendo este río? Este río me devolvió la humanidad y la esperanza.

Me contó cómo fue torturado durante la huelga bananera del Pacifico sur. Una de esas noches la pasó encerrado en un calabozo tan pequeño que tuvo que dormir abrazado a un cadáver. Al salir, no podía hablar. Pasó meses en silencio. Se internó en un playón del Pacuare. Su madre le dejaba comida, pero él no lograba comunicarse. Hasta que un día, el río lo curó. Le devolvió la palabra. La vida. Volvió a su comunidad y siguió luchando, hasta que un cáncer fulminante, producto de aplicar el agroveneno nemagón, se lo llevó. Años después, logramos una salvaguarda que protege ese río de las represas, dedicada a la memoria de Don Carlos.

Como él, también nosotros podemos sanar. La Tierra aún quiere hablarnos. Podemos reconectarnos con la naturaleza y reintegrarnos a la deriva cósmica. Tal vez la medicina para la enfermedad que intenta matar nuestra humanidad sea recuperar esa conexión entre nuestro interior y el universo. Esa conciencia cósmica. Una relación que nunca debimos perder. Y cuya clave es el amor. No cualquier cariño, sino el amor más antiguo del universo.

Para eso, hay que perderle el miedo al afuera, al sueño, a la utopía. Porque reconectarnos con el cosmos solo puede devolvernos magia y vida. Hay que recordar que somos, básicamente, bacterias que aprendieron a llorar y amar.

Es posible que, aunque el sistema económico colapse como en un Big Bang, mientras sobrevivan las bacterias, la vida vuelva a regenerarse. Quizá en formas nuevas, sin acumulación, con menos razón y más amor. Seremos, tal vez, como aquellas células que decidieron unirse y no destruirse.

Y cuando una bacteria descomponga la última célula humana, tal vez en ella quede registrada una nueva secuencia de ADN que resuma nuestra historia y paso por el cosmos. Porque todo cabe en una sola célula. Y tal vez, esa nueva célula sabrá qué camino no volver a tomar. Tal vez volvamos a equivocarnos de amor, pero no de racionalidad autodestructiva.

 

 

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